Odio el verano. Lo odio. Odio el calor, sudar, las bajadas de tensión, respirar el fuego del asfalto, los aires acondicionados, los mosquitos, que se me peguen los muslos a los asientos, los asquerosos que me miran por llevar vestidos o faldas o porque son simplemente asquerosos, la playa masificada, el turismo, no poder hacer nada hasta las 10 de la noche, las cucarachas, las chicharras pidiendo socorro, trabajar en agosto, ¿he dicho sudar?, el olor a sudor, el transporte público atestado, el calor en el transporte público, trabajar a secas, la humedad pegajosa cuando voy a casa, no poder maquillarme porque me pongo a sudar, el calor, de nuevo.
Recuerdo los veranos cuando mis abuelos maternos venían de Barcelona. Íbamos en aquel coche entre gris y marrón. Puedo notar la textura de los asientos, la manivela de las ventanillas, el parasol bien doblado, la foto de mi madre y mi tía. Ahí nos íbamos los cuatro a la playa. Lo veo, todo lo grande y moreno que era, hundiendo la sombrilla entre esas rocas que parecen solo gustarme a mí. Después se sentaba en esa sillita plegable, a rayas verdes, y abría la neverita con cervezas, agua y fruta. Entre mi abuela y él también se llamaban abuelo y abuela. Colgaba la funda de la sombrilla de las varillas de la misma, mi abuela nos ponía crema y nos íbamos todos al agua. Cada año íbamos a esa misma playa, pocas veces cambiábamos. Hasta que fueron demasiado mayores para esas piedras que tanto me gustan. No necesito cerrar los ojos para ver cómo se tapaba la nariz antes de echarse hacia atrás y sumergirse. Lo veo nadar cuando yo apenas me atrevía a seguirlo, tan largo, tan moreno. Cuando lo pienso casi recuerdo el olor de la piel de mi abuelo, a after shave, protector solar y sal.
Te gusta el verano si puedes huir de la ciudad sin árboles, si puedes estar de vacaciones, sin trabajar, si puedes descansar, si puedes disfrutar de tu familia, de tus amigos, de ti, de quien sea, si la temperatura baja de los 35°, si la tensión no se te derrite, si tienes piscina o puedes ir a la playa, si el lugar el que vives no se masifica, si no te quedas hasta las tantas trabajando porque a la gente le apetece salir cuando baja la temperatura aunque coincida con la hora de cierre, si tu ciudad no está en llamas, si tu ciudad no vive única y exclusivamente de la hostelería, si puedes pagar la factura de la luz, si no te resulta insoportable sudar.
El resto de los veranos estábamos con mis abuelos paternos. Íbamos al campo en un coche sin cinturones de seguridad y mi abuela llevaba un cesto con comida para ocho días y no uno. Dábamos de comer a las gallinas, a los pavos; un verano tuvimos una cabra, otro, una yegua. Siempre íbamos con la perra de mi abuelo, Morena, era la perra más buena del mundo. Acompañábamos al abuelo a recoger fruta, mirábamos los plátanos, los olivos. Mi abuelo tenía un montón de guitas enganchadas en un clavo, me encantaban esas guitas. Pero casi siempre prefería quedarme con mi abuela, le pedía que me enseñara a cocinar, a coser. Un verano me cayó un vaso en la mano, me hizo una raja en el dedo corazón, es la única marca que tengo. Recuerdo de aquel día la sangre pero sobre todo a mi abuela llorando a lágrima viva, llamando al abuelo. No dolía tanto, o fingí que no dolía tanto porque lo que no soportaba era verla así. Comíamos papas a lo pobre de la perola y dormíamos la siesta bajo un montón de cancanicas que mi abuela juraba que no me harían nada. En el cortijo no hacía apenas calor, las moscas no entraban porque había una cortina en la puerta, los platos se fregaban fuera, cuando había agua en el bidón, la tele pequeña no se encendía, venían mis tíos abuelos de visita.
No me gusta el verano porque ya no soy una niña con tiempo infinito, a la que dos meses de vacaciones le parecían un tiempo eterno. No me gusta el verano porque mis abuelos ya no están, ya no vamos a la playa, ya no vamos al cortijo. No me gusta el verano porque ya no brilla de esa manera en la que brilla el mar cuando lo miras medio dormida desde la toalla, con la cara llena de sal. No me gusta el verano porque ya no voy a pasar los días a la playa con mis padres, con una fiambrera llena de ensalada de arroz y filetes empanados, con varias sombrillas, cubos y pelotas. No me gusta el verano porque la crisis climática me da ansiedad. No me gusta el verano porque las oposiciones siempre son en junio. No me gusta el verano porque soy pobre.
Pienso cosas muy parecidas cada vez que voy a la costa. También en invierno: cuando veo a alguna persona mayor desafiar el frío y meterse en el agua. Un texto muy bonito.
qué lindooooo. 🤎🤎