Todo lo que me gusta es rojo: el comunismo, mi hervidor de agua, el lexatin...
Sobre estar enfadada todo el tiempo.
Siento que no tengo nada que decir, nada que contar, nada que escribir. Y, sin embargo, hablo continuamente, estoy escribiendo esto. Mientras los acontecimientos históricos se suceden, establezco conversaciones con mis amigas, con mi familia, con desconocidos, con los libros. Mando audios, llamo a mis padres, anoto palabras y frases en los márgenes de los libros, escribo en el diario que trato de mantener.
“No hay amistad sin reconocimiento del otro, sin espacio compartido. La posibilidad de una palabra que nos sostiene surge cuando encontramos una forma de estar en el mundo que abraza la fragilidad, la ternura, la intuición, la vulnerabilidad y la empatía. Solo desde ahí es posible abrir una nueva conexión con la experiencia social. […] Recuperar la conversación significa reaprender a estar presentes y a ser generosos con nuestra atención”.
El arte de la conversación literaria, Raquel F. Cobo
Intento encontrar el punto medio entre no opinar-de-absolutamente-todo, no contribuir al ruido sin sentido y conversar, pensar, entender lo que ocurre, lo que pasa, lo que me importa. Quiero hablar hablar con mis amigas, quiero saber cómo están y que me cuenten, tener el tiempo, las ganas, la energía.
Y, al final, todo siempre se reduce a eso: tiempo.
Cuando era pequeña, entre semana, mi padre me despertaba con tiempo de sobra. En invierno ponía la calefacción para que al salir de la cama no sintiéramos frío y al levantarnos teníamos el desayuno en la mesa. De fondo, siempre estaba sonando la radio, pero siempre siempre.
El resto del día, después del colegio tenía toda la tarde para mí: para los deberes, para no hacer nada, para ir a casa de la abuela. Toda la tarde, siento que entonces eso implicaba más horas que ahora. ¿Crecer acorta los días?
Ahora me encuentro rascando minutos después de comer, antes de ir al trabajo, para hacer algo que me gusta, para escribir esta tonta cartita que vuelve a no decir nada y que solo sirve para poder quejarme. Luego volveré a casa e intentaré, otra vez, rascar un ratito para mí. ¿Para acabar esto? ¿Para el corta y pega? Lo más probable es que me siente como una ameba en el sofá.
Continuamente peco de pesimista pero no soporto que mi relación con los otros esté marcada por el cansancio: veo a mis amigas un segundo entre que hago una cosa y sigo con otra, mientras trabajo, un abrazo rápido, tenemos que hablar, te mando audio y cuando tengamos un momento te llamo, ¿vale?, hacemos videollamada mientras preparo la cena, hablamos un ratito en la pausa del café, te llamo cuando salga del trabajo hasta que llegue el metro, ¿cenamos y vemos algo?, te prometo que la semana que viene nos vemos.
Quiero sentarme en el sofá y hacer videollamada con Alicia, da igual la hora, mañana será otro día; quiero pasar la mañana desayunando y hablando de libros con María; poder ver a Laura, ir al cine con ella, que me cuente; quiero el análisis pormenorizado sobre Ted Lasso de Marta; quiero saber cómo está Cristina, ella y toda su familia; compartir chismes con Mónica; quiero tomarme cuatro cafés seguidos con María y hacerla reír; quiero pasear con Ana. Quiero estar con ellas, en la manera que podamos, escucharlas, dedicarles mi tiempo, mi energía.
Quiero tener tiempo para mí: quiero hacer collages, leer, coser, ver películas, pasear, desayunar. No quiero invertir mi energía y mi salud en trabajar, en producir, en servir. No quiero ser útil para el mercado. Quiero producir lo justo, descansar, cuidar, vivir. No quiero que el momento de descanso, de pausa, de libertad me llegue, con suerte, a los 67 si he producido lo suficiente. No quiero disponer de mi tiempo al final de mi vida, quiero hacerlo desde ya, para siempre.
En la vorágine de la vida diaria marcada por los ritmos del mercado, me niego, me niego, a renunciar al tiempo del desayuno, de la comida. No quiero comida precocinada, no quiero un café rápido de pie, no voy a comer una ensalada insulsa a diario por falta de tiempo. No. Invertir media hora en unas tostadas con aguacate y fresas, otra de aceite, miel y sal; un té comprado a granel en la tienda de toda la vida; eso es sagrado. Del mismo modo que lo es preparar un risotto de setas aunque vaya tarde. Me niego a hacerlo de prisa y mal, voy a tomarme todo el tiempo que necesite en prepararlo con mimo y comerlo tranquila, viendo un capítulo de lo que se me antoje.
No quiero que un montón de personas ricas se apoderen de mi intimidad, de mi tiempo y de mi descanso; no quiero que decidan y condicionen mis relaciones. Estoy enfadadísima y estoy enrabiada. Y me parece bien, porque me niego también a que me quiten eso, a que el cansancio pueda también con el cabreo y la indignación.
Nada de esto va a ninguna parte y tampoco lo pretendo, lo único que quiero, en realidad, es compartir mi enfado y no olvidar que mi tiempo es mío, que no quiero que me lo quiten, que no quiero que la conversación se muera.
Si desayunar es también para ti casi un momento religioso, mi recomendación es que te compres “Mañanitas: desayunos y rituales” de Claudia Polo y Blasina Rocher. No te arrepentirás.
Al fin alguien que habla del comunismo a ver
Que ganas de que seas mi amiga! Jajaja me pasa de tener esas motivaciones de querer hablar, saber del otro y no obtener el interés recíproco del otro lado por lo que tuve que ir sofocado eso para dejar de frustrarme y decepcionarme de mis amistades y entender que hay personas que sólo les interesa hablar en persona y no un ratito todos los días o cada tantos días por el medio que sea, las redes sociales ya no son tan sociables.